12 feb 2014

Los sin nombre

El hambre azotaba las tripas de aquellas pobres personas. No tenían comida con la cual alimentarse y subsistían día a día a base de duros trozos de pan. Las noches se hacían largas y duras, porque los gritos de sus doloridos estómagos los mantenían en vela. Uno pensaría que tras varias semanas con tan pobre sustento, el cuerpo acabaría adaptándose a las circunstancias, sin embargo, no pasaba día en el que soñasen con algo que llevarse a la boca, fuese un suculento cocido o una barra entera de aquel pan que se repartía entre los soldados que paseaban de vez en cuando por aquellas calles.

Tras ese hambre, siempre venía la enfermedad. Casi nadie aguantaba demasiado tiempo en esas circunstancias. Los primeros en caer siempre eran los más pequeños, que se hacían un ovillo mientras sollozaban- unos más alto que otros- pidiéndole a todo el mundo que calmaran aquel dolor, y los ancianos, con su anciana y triste mirada perdida, hablando, entre estornudo y estornudo, de una infancia feliz, en la que un catarro se curaba con algo de jarabe, mantas bajo las que esconderse y mucho amor materno.

Sin embargo, antes o después, todos ellos acababan muriendo. Tras muchos días de dura lucha contra lo inevitable, las almas abandonaban aquellos flácidos cuerpos dejándolos para los gusanos y los pájaros, y llenando las calles de un olor a putrefacción. ¿Qué clase de final es aquel en el que, las madres, en vez de llorar por la pérdida de sus hijos, se alegran porque tendrán más alimento y espacio para dormir?

La guerra, al fin y al cabo, puede ser alegre para los que ganan, fiera para los que la luchan, y triste para los vencidos. Pero para aquellos que lo pierden todo por tener la mala suerte de encontrarse en el paso de los dos ejércitos, para ellos solo queda el hambre, la enfermedad, y por último, la muerte.