15 dic 2013

Un segundo, mil penurias.


El aire azotaba las mejillas de Nadia mientras esta se precipitaba al vacío.
No se arrepentía lo más mínimo de lo que estaba haciendo. Hacía mucho tiempo que la cuchilla había dejado de hacer el efecto deseado; ya no aliviaba su dolor, y se había ido quedando poco a poco sin esperanza. Los días se prolongaban eternamente, como filas interminables de hormigas, para no aportar más que desesperación y temor a su vida.
Estaba cansada de los golpes y de las críticas que no dejaban de lloverle. “Eres demasiado débil. No sirves para nada. Maldita cría hipócrita…” No lograba apoyo por ninguna parte. Sin ir más lejos, la única persona que la había animado y tranquilizado en algún momento, había salido huyendo de su casa con una maleta a cada mano, y sin la intención de volver hacía apenas unas semanas. “Lo siento mucho, niños. No puedo más.” fue lo último que gritó antes de desaparecer tras la esquina del edificio, con lágrimas en los ojos, y el recordatorio en la cara de lo que había sido vivir en aquella casa de los horrores. A partir de entonces, todos los golpes habían caído sobre ella, como si hubiese tenido la culpa de su partida. Pero no era así. O eso intentó creerse hasta el día anterior…
 Ella había llamado por teléfono. Los dos hermanos apretaron sus orejas al auricular. “Esto es horrible, chicos. Pero mucho mejor que estar allí. Deberíais veniros conmigo de una vez. Abandonar a ese capullo. ” Cuando colgaron el aparato, una sonrisilla de esperanza había aparecido en sus caras. La sonrisa continuaba allí cuando él entró en casa, cansado y malhumorado, como siempre. Y esa demostración de alegría en el ambiente le hizo sospechar que ocultaban algo. “¿Qué habéis hecho ahora? ¡Acaso os hace gracia estar ahí, parados, mientras yo pierdo la piel para que podáis vivir! He perdido el maldito trabajo por vuestra culpa. ¡Reíros ahora si podéis!” Había gritado con furia. Había sido un mal día y tenía que hacérselo pagar a alguien. Los hermanos acabaron con lágrimas en los ojos y no quedó nada de las sonrisas. Mientras subían corriendo las escaleras, el que había sido siempre su compañero de batallas y penurias, la empujó escaleras abajo. Ella tropezó y cayó rodando hasta el pie de las escaleras. “¡Al fin y al cabo, es todo tu culpa!” gritó desairado su hermano mayor “Esto no pasaba cuando tu no habías nacido. ¡Deberías morirte! ¡Morirte!”
Y eso estaba haciendo.
Un  segundo antes de ser aplastada por el asfalto, Nadia pensó en ella. En su nombre.
“Es un bonito nombre.” Le había dicho alguien alguna vez sacándole una sonrisa de orgullo. Pero aquel nombre era demasiado generoso.  Tendrían que haberla puesto un nombre más acorde a ella como Nadie, Nada o incluso Esa. Eso significaba para todo el mundo. No era más que una más.

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