Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aurelio Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Recordaba
como sus pequeños pies habían aplastado la capa de nieve que se extendía hasta
donde alcanzaba su vista. Era también la primera vez que veía la nieve, por lo
que pisaba con mucha suavidad, con miedo a romper aquella fina capa blanca.
Su padre lo llevaba de la mano, prácticamente
arrastrándolo, ya que él no podía alcanzar sus pasos gigantescos, por muchos
rápidos pasos que diera. Con los ojos como platos, Aurelio Buendía, lo
observaba todo a su alrededor, intentando rozar la nieve con los dedos, para
averiguar su tacto, y ya de paso, su sabor.
A pesar de que su madre le había hablado sobre la nieve,
él nunca se la había imaginado así. Tan pura, tan blanca, tan bella…
Allí donde vivía, nunca había tenido la oportunidad de
ver la nieve. Solo existía en los cuentos de viejas, en los cuales te preguntas
qué parte es verdad, y cuál delirio de una anciana mente.
Sin
embargo, nunca pensó que lograría verla algún día. Que notaría como aquellos
extraños copos de nieve se posaban en su rostro, fundiéndose por el calor de su
piel.
Y
al estar allí, delante del blanco y helado espectáculo, se había dado cuenta de
que merecía la pena haber hecho tanto trayecto y haber entrado, no de manera
demasiado legal, en aquel país, con tal de poder admirar aquello.
Después de mucho andar, y al comenzar a notar los zapatos
mojados, habían llegado a un gran lago, cubierto de hielo. Aurelio Buendía no
era capaz creer lo que veía; el agua que el día anterior tan cristalina le
había parecido, se había convertido en algo sólido. Su padre se había girado y
le había mirado, con una sonrisa satisfecha.
“¿Ves? Está
completamente congelado. El tiempo esta de nuestra parte, Aurelito”- recordó
que le dijo entonces.
Con
sus fuertes brazos, le había empujado suavemente para que probase a pisar el
hielo. Al hacerlo, el hielo crujió un poco debajo suyo, como si se quejase del
repentino peso, pero se mantuvo firme. Con cierto cuidado, el pequeño había
avanzado adelante, los brazos estirados, como si fuese a echar a volar, para no
perder el equilibrio.
Se
había dado cuenta de lo resbaladizo que era cuando estuvo a punto de caerse un
par de veces, bajo la atenta mirada de su padre se reía alegremente de él en la
orilla.
Avanzando
lentamente, con cuidado en no dar ningún paso en falso, Aurelio fue avanzando
hasta llegar al centro. Complacido, se arriesgó a levantar la vista y a mirar a
su alrededor. Se había quedado quieto, los brazos aún levantados, y había
notado el fresco viento en su cara. Cerró los ojos, esbozando una sonrisa, y
sintiéndose el rey del mundo, allí, en mitad del hielo, donde nadie podía
tocarlo, avanzó un paso más.
Y
de repente, el hielo se había resquebrajado. Aurelio Buendía se había hundido
en las oscuras aguas, frente a la mirada horrorizada de su padre.
Recordaba
a la perfección aquel frío intenso. Aquel dolor agonizante que le había
taponado los sentidos y que le había recorrido todo el cuerpo, un cuerpo que
luchaba inconscientemente por salir. Llegó a pensar que iba a morir, allí, bajo
el hielo, y que nadie encontraría jamás su pequeño cuerpo.
Esa
misma sensación de miedo agonizante le presionaba el corazón en ese momento,
frente al pelotón, mientras intentaba cruzar la mirada de alguno de sus futuros
asesinos, intentando que se apiadasen de él.
Sin
embargo, no surgió efecto alguno, y varias balas golpearon su cuerpo al grito
de “¡Fuego!”. El tacto de las balas le recordó a aquel frío. El frío de la
muerte. Y en ese momento, nadie saldría a rescatarle del dolor que recorría su
cuerpo.
Esto forma parte de un trabajo de lengua en el cual debíamos continuar el comienzo de "100 años de soledad". Espero que os guste.
Léete el libro.
ResponderEliminarEs de los mejores que me he leído.