23 abr 2013

23/04 Día del libro


Arañadas tapas de un verde ajado, como de un terciopelo muchas veces expuesto a la luz.
Tapas del color del tabaco. Y del de los corales de las islas Filipinas.
Tapas del color de la luz del atardecer en Nueva Inglaterra —mis otros veranos—.
Tapas con olor a cobalto, a moho dulce, a gusanos de seda, a madreselva, a coñac, a tierra mojada.
Tapas estampadas con dos líneas en oro desvaído, en azul prusia, en blanco sucio de nieve.
Los libros de tapas de cartón forradas con telas y los libros de tapas flexibles para los días de tren o playa.
Libros en miniatura (los poemas de Verlaine) y libros gigantescos (algunas novelas de Balzac).
Libros que podrían sujetar un edificio entero (por lo que dicen y cómo lo dicen).
Ningún libro malo entre tantos libros.

Una Biblioteca de Verano; Mary Ann Clark Bremer

Feliz día del libro.

21 abr 2013

Frío de muerte

                                      
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aurelio Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Recordaba como sus pequeños pies habían aplastado la capa de nieve que se extendía hasta donde alcanzaba su vista. Era también la primera vez que veía la nieve, por lo que pisaba con mucha suavidad, con miedo a romper aquella fina capa blanca.
            Su padre lo llevaba de la mano, prácticamente arrastrándolo, ya que él no podía alcanzar sus pasos gigantescos, por muchos rápidos pasos que diera. Con los ojos como platos, Aurelio Buendía, lo observaba todo a su alrededor, intentando rozar la nieve con los dedos, para averiguar su tacto, y ya de paso, su sabor.
            A pesar de que su madre le había hablado sobre la nieve, él nunca se la había imaginado así. Tan pura, tan blanca, tan bella…
            Allí donde vivía, nunca había tenido la oportunidad de ver la nieve. Solo existía en los cuentos de viejas, en los cuales te preguntas qué parte es verdad, y cuál delirio de una anciana mente.
Sin embargo, nunca pensó que lograría verla algún día. Que notaría como aquellos extraños copos de nieve se posaban en su rostro, fundiéndose por el calor de su piel.
            Y al estar allí, delante del blanco y helado espectáculo, se había dado cuenta de que merecía la pena haber hecho tanto trayecto y haber entrado, no de manera demasiado legal, en aquel país, con tal de poder admirar aquello.
            Después de mucho andar, y al comenzar a notar los zapatos mojados, habían llegado a un gran lago, cubierto de hielo. Aurelio Buendía no era capaz creer lo que veía; el agua que el día anterior tan cristalina le había parecido, se había convertido en algo sólido. Su padre se había girado y le había mirado, con una sonrisa satisfecha.
“¿Ves? Está completamente congelado. El tiempo esta de nuestra parte, Aurelito”- recordó que le dijo entonces.
Con sus fuertes brazos, le había empujado suavemente para que probase a pisar el hielo. Al hacerlo, el hielo crujió un poco debajo suyo, como si se quejase del repentino peso, pero se mantuvo firme. Con cierto cuidado, el pequeño había avanzado adelante, los brazos estirados, como si fuese a echar a volar, para no perder el equilibrio.
Se había dado cuenta de lo resbaladizo que era cuando estuvo a punto de caerse un par de veces, bajo la atenta mirada de su padre se reía alegremente de él en la orilla.
Avanzando lentamente, con cuidado en no dar ningún paso en falso, Aurelio fue avanzando hasta llegar al centro. Complacido, se arriesgó a levantar la vista y a mirar a su alrededor. Se había quedado quieto, los brazos aún levantados, y había notado el fresco viento en su cara. Cerró los ojos, esbozando una sonrisa, y sintiéndose el rey del mundo, allí, en mitad del hielo, donde nadie podía tocarlo, avanzó un paso más.
Y de repente, el hielo se había resquebrajado. Aurelio Buendía se había hundido en las oscuras aguas, frente a la mirada horrorizada de su padre.
Recordaba a la perfección aquel frío intenso. Aquel dolor agonizante que le había taponado los sentidos y que le había recorrido todo el cuerpo, un cuerpo que luchaba inconscientemente por salir. Llegó a pensar que iba a morir, allí, bajo el hielo, y que nadie encontraría jamás su pequeño cuerpo.
Esa misma sensación de miedo agonizante le presionaba el corazón en ese momento, frente al pelotón, mientras intentaba cruzar la mirada de alguno de sus futuros asesinos, intentando que se apiadasen de él.
Sin embargo, no surgió efecto alguno, y varias balas golpearon su cuerpo al grito de “¡Fuego!”. El tacto de las balas le recordó a aquel frío. El frío de la muerte. Y en ese momento, nadie saldría a rescatarle del dolor que recorría su cuerpo.


Esto forma parte de un trabajo de lengua en el cual debíamos continuar el comienzo de "100 años de soledad". Espero que os guste. 

Quizás todo habría sido distinto...


Quizás todo habría sido distinto de no haber vivido con su padre.
Pero no podría saberlo, ya que al haber ganado el juicio, Joseph se había quedado con su custodia.

Recordaba con toda claridad como su madre había exclamado, desesperada y con lágrimas en los ojos, que de qué modo pretendían que aquel hombre cuidara de su hijo, si ni siquiera podía cuidar de sí mismo.
Y era cierto. Joseph era el típico hombre de los que les habría ido mejor la vida de no haber tenido hijos. De aquellos que no están hechos en absoluto para formar una familia, y cuya felicidad se basa en quedarse en el sofá viendo el futbol, con cerveza en una mano, y otra enterrada en una bolsa de patatas.
Tenía una naturaleza bastante brutal, y tanto su hijo, como su exmujer, tenían unos cuantos recordatorios de este hecho, por lo que se hacía mucho más inverosímil que hubiese logrado ganar aquel juicio.
De todos modos, Joseph nunca había querido la custodia. Simplemente le guardaba demasiado rencor a su exmujer, y decidió hacerle la vida imposible de todos los modos que estuvieran a su alcance. Y lo consiguió. Cuando se enteró de que no podría volver a ver a su hijo, Susana, puso fin a ese sufrimiento definitivamente, y derramó sus lágrimas casi tanto como su sangre.
A pesar de que él se regodeó viéndola destrozada, se sorprendió al ver que su hijo se subía al coche con él.
Una vez cumplido su propósito, se olvidó por completo de que tenía un crío que a partir de entonces sería responsabilidad suya.

Su padre comenzó a beber cuando se dio cuenta de que no tenía ninguna salida, ni amorosa, ni laboral, ya que nadie quería a nadie tan despreocupado y obcecado como él en el trabajo o, incluso, como pareja.
Cayó en depresión; dejó de buscar trabajo y se pasaba los días cantando canciones de borrachos, o descargando su rabia en lo más cercano suyo, así que cada vez que su padre le arrinconaba en una esquina y los golpes furiosos de borracho daban en blanco y no golpeaban solamente las paredes, Marco abrazaba con fuerzas un viejo peluche,- su único amigo, descolorido ya de tantas lágrimas- como si aquello le diese algún tipo de fuerza e intentaba aguantar las ganas de gritar, ya que eso solo le haría recibir más golpes.

Desde entonces, en el rostro de Marco no volvió a aparecer esa sonrisa infantil de la que tanto había alardeado su madre.
La tristeza cruzaba su cara. Era demasiado pequeño como para intentar camuflarlo, pero suficientemente mayor como para entender que quería acabar con ello.
Sin embargo, no era fácil. La sensación de abandono no solo venía de parte de su padre.
En el colegio no tenía apoyo de ningún niño, ya que a nadie le atraía alguien que se pasaba el día cabizbajo.
Todas las noches, Marcos lloraba desesperado entre las sábanas, y rezaba como le habían enseñado, con la esperanza de que al día siguiente todo cambiase y se diese cuenta de que todo había sido una pesadilla. Y después de los rezos, se abrazaba a sí mismo y caía rendido en los brazos de Morfeo.
Le gustaba dormir, ya que el único lugar en el que podía escaparse de su malhumorado padre, era en sus sueños. Allí podía lograr todo lo que quisiera, y solía soñar que su madre volvía con él, y le susurraba al oído que todo mejoraría, que no había de que preocuparse.
Pero solo eran imaginaciones de su subconsciente, así que cada día se levantaba temblando de miedo al darse cuenta de que nada había cambiado, y de que tendría que seguir soportando los arrebatos de mal humor de su padre.

Y así, con la única compañía de sí mismo, y de su viejo amigo, fueron pasando los días y Marco se fue cerrando en su propio mundo, cada vez con la mirada más sombría y comunicándose  menos con el resto del mundo.
Llegó un momento en el que simplemente no se levantaba de la cama y se quedaba tumbado mirando al techo mientras imaginaba todo tipo de locuras, lo que fuera con tal de anestesiarse del mundo.
Llegó a crear un mundo en el cual tenía todo lo que añoraba en la realidad; una madre, una familia, unos amigos,… una vida normal, al fin y al cabo. De esas que se relatan en los cuentos de final feliz, en los cuales en ningún momento se habla de un padre borracho o de un niño de sonrisa triste y de lágrimas fáciles.
Y en ese mundo paralelo empezó a vivir. Llegó a parecerle más real que su vida, por lo que cada vez que sufría algún tipo de abuso, pensaba que era únicamente una pesadilla, y esperaba con paciencia el despertar sobresaltado.

Sin embargo, para bien o para mal, todo acabaría pronto.
Una noche, Joseph bebió más de lo acostumbrado. Quizás eso no habría supuesto demasiado problema si Marco hubiese estado en su cuarto, encerrado, o si su padre se hubiese ido con sus amigos en vez de emborracharse allí. Pero estaban los dos en casa, y solos.
Sucedió en otoño. Justo coincidía con su aniversario de bodas. Puede que fuera esa la razón por la que Joseph bebió más de lo acostumbrado; por la rabia que le producía la fecha o porque sentía algún tipo de remordimientos. O puede, simplemente, que quisiera conocer sus límites.

Marco estaba sentado en uno de los escalones de arriba, con su peluche bajo el brazo, y sopesando la posibilidad de deslizarse por la barandilla hasta abajo. Su padre apareció detrás de él. Al escuchar el ruido que hicieron sus tambaleos, Marco se levantó apresurado y se giró, mientras apretaba fuertemente su peluche contra su cuerpo, asustado por si volvía a emprender en golpes contra él.
Sin embargo, Joseph no tenía fuerza ni para eso. Clavó su mirada en la pequeña figura de su tembloroso hijo, y pensando quizás que el pequeño le sujetaría, dejó caer todo su peso sobre él.
Lógicamente, el pequeño no tenía suficiente fuerza. Perdió el equilibrio, y tras un intento fallido de agarrarse a algo, cayó de espaldas por las escaleras. Su frágil cuerpo se golpeó contra los escalones y rodó hasta los pies de la escalera. Su padre era mucho más grande, y la gravedad no le había hecho tanto efecto, por lo que estaba en mitad de la escalera, inconsciente, probablemente por efecto del alcohol, más que por el golpe.
Pero el golpe no perdonó a Marco, que nunca volvió a levantarse.

Puede que no se mereciese ese final. Puede ser que la vida fuese muy injusta con él al no concederle ni un poco de felicidad. Aunque quizás, como consolación nos queda que ahora Marco puede vivir todas aquellas cosas con las que soñó, y reunirse con alguien que realmente cuide de él, ya que las soluciones no solo están aquí, en esta vida.

Y nadie ha escrito un cuento sobre algo así, porque como su propio nombre indica, son solo cuentos, no forman parte de la realidad.
Sin embargo, esta  historia es real.
 Y en vez de llorar por su triste final, alégrense por su felicidad.