Corre. Corre. Cada vez más rápido. Cada vez con más ganas.
Cada vez más ligera. Corre. Huye de todo. Huye de este mundo estúpido. Huye de
aquello que te mantiene presa. Deja esas lágrimas y esos enfados atrás. Nota
tus pies sobre el suelo. El ruido que hacen.
La velocidad con la que recorren el duro suelo, rozándolo apenas. Sigue
corriendo. Deja de sentir nada. Deja de oír nada, ni siquiera tus propios
pensamientos. Corre. Y en el momento en el que desconectes de todo, en el
momento en el que no sientas ese odio, en el que no sientas esa furia o ese
dolor o esa alegría, simplemente, en el momento en el que tu corazón lata
apresurado y amenace con explotar, en el que si alguien te llamase por tu
nombre, no entenderías el significado de esas palabras, justo cuando llegues a
esa cumbre, salta. Y vuela. Vuela y surca ríos, mares infinitos, montañas
enormes, poblados pobres o ricos, campos repletos de trigo o cualquier otro
paisaje. Disfruta del viento en tu cara, revolucionando tus cabellos y haciéndote
sentirte más ligera, más pequeña ante la inmensidad del cielo. Cierra los ojos
y siéntete libre. Libre de hacer lo que te plazca. Libre y a merced de tus
sueños.
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