26 nov 2012

25/11 Día Internacional de la No Violencia de Género


El duro y frío suelo de mármol rozaba mi maltrecha piel haciendo que a mi cuerpo le recorriese un escalofrío.
Sentía como las lágrimas se resbalaban por mi mejilla al compás de mis sollozos.
La sangre de color apagado marcaba mi cuerpo como un cuadro hecho por un niño pequeño.
Abracé mi cuerpo buscando algo de calor proveniente de mis brazos.
Nunca imaginé que aquello pudiera sucederme a mí.
Solo soy una mujer. Solo una más.
Sin embargo, me habían sucedido más cosas que a cualquier otra mujer.
Muchas más cosas que cualquiera de las que conozco. O quizás no. Quizás solo soy una mujer más a la que le pasa esto.
Dejé que mis ojos se cerrasen lentamente y apoyé mi dolorida cabeza contra la pared.
Habían pasado tantas cosas…
Mi mente era un torbellino de pensamientos y recuerdos. Demasiados recuerdos que poner en orden.
Suspiré suavemente.
¿Cómo empezó todo?
Creo que todo empezó bien. Muy bien. Quizás demasiado.
Probablemente tendría que haber dudado desde un principio.
Pero el amor ciega, incluso hasta el último momento.
Incluso ahora, sigo enamorada.
A pesar de que mi vida haya sido destruida, le sigo amando.
Va más allá de como me trate o cuanto me grite.
Yo le amo locamente. Y parece que el a mí ya no.
Digamos… que al principio éramos felices. Muy felices. Teníamos nuestra nube particular, de la que nada ni nadie nos bajaba. Teníamos nuestros secretos, solo de dos. Teníamos nuestros momentos, nuestras bromas, nuestras sonrisas, nuestros abrazos, nuestros besos… Teníamos muchas cosas. No necesitábamos nada más que el uno al otro. Nada más que el roce de nuestra piel, que una tarde dando una vuelta o un abrazo sin palabras. Teníamos nuestros chistes, nuestros apodos, nuestras tonterías…
Estábamos en un sueño. En un mundo de color rosa. Quizás distanciados a veces, pero reconfortados por la voz del otro.
Suspiré otra vez, esta vez más profundamente, con nostalgia.
Era todo perfecto. Inmejorable.
Después de varios años de relación, nos casamos.
Fue el día más feliz de mi vida. Recuerdo que mi madre me aseguró que preveía que aquel muchacho era un muy buen partido. Y yo la creía. Estaba segura de ello.
Estaba guapísimo con su traje de novio. Recuerdo cada mínimo detalle, e incluso, el nombre del cura que nos casó.
Después de la boda,  vino la luna de miel, la busca de un piso, de un trabajo…
Decidimos ser una pareja como las de antes. Él se ocupaba en traer el dinero a casa y yo me ocupaba de la casa.
Al principio no estaba de acuerdo. Me daba rabia haber estudiado tantos años de carrera para no trabajar en nada.
Pero el me aseguró que conseguiría todo el dinero que hiciera falta, que me trataría como a una auténtica princesa. ¿Cómo iba a negarme a eso? Acepté, claro que acepte.
Encontró un trabajo en una gran empresa. Nunca me enteré de que era, pero lo que realmente importaba es que traía dinero a casa. Mucho dinero.
O lo que yo consideraba que era mucho dinero.
Poco a poco, fue pasando el tiempo.
Seguíamos enamorados como al principio, pero ahora, teníamos menos tiempo para vernos.
¿Pero que más daba mientras que nos quisiéramos?
Al cabo de unos meses de muy duro esfuerzo, le ascendieron.
Recuerdo como chispeaban sus ojos al darme la noticia. Tenía todo lo que quería e iba consiguiendo cada vez más dinero.
¿Acaso vivía yo como una princesa? si. Pero mi príncipe cada vez estaba más distanciado.
Cada vez tenía menos tiempo.
Siempre estaba paseándose con un montón de folios en una mano y su móvil en la otra, casi siempre atendiendo alguna llamada importante.
Conseguía escaparse algún rato y darme un montón de besos y abrazos, susurrándome lo feliz que era con aquella vida.
Y yo era feliz con su felicidad. Yo me había acostumbrado a aquella vida de ama de casa y me había hecho amigas con las que cotilleaba sobre cualquier tema banal, y con las que me distraía cuando no estaba él, ni tenía nada que hacer en la casa.
Unos años después, un puesto de trabajo  de un superior de él quedó libre. El jefe decidió dárselo.
La vacante era de secretario del jefe.
A partir de ese momento, el único contacto que tenía con él, eran los saludos matinales y los buenas noches al acostarse.
Los fines de semana, los pasaba en su escritorio adelantando trabajo para el lunes, para la semana siguiente o, quien sabe, para el mes de después.
A pesar de mis intentos por sacarle de su escritorio algún que otro fin de semana, siempre me respondía que no podría, que en cuanto acabase el trabajo saldría. No lo hizo ni una vez.
Así que me limité a soportarlo, a vivir con esa vana esperanza de que acabara pronto con ese trabajo y me dedicara algo de tiempo.  Me agarré a ese resquicio de esperanza, como a un clavo ardiente. No quería plantearme la idea de dejarle, por mucho que doliese la idea de vivir con una persona con la cual ni cruzaba palabra.
El tiempo fue pasando. Las lágrimas las derramaba en la almohada. Lágrimas de cuando sabes que no funciona. Cuando sabes que la relación cae en picado. Y que hagas lo que hagas, no va a cambiar. No si él no pone de su parte. Y en mi caso, no lo hacia.
¿Tendría que haber hablado con él? Lo hice. Lo intenté, más bien, pero el evitaba el tema, diciendo que yo era mucho más feliz cuanto más dinero consiguiera el.
Pasaron dos, tres, cuatro y hasta seis años con esa rutina.
En esos años, tuve muchas discusiones con él.
Empezó a volver muy tarde del trabajo. Demasiado tarde.
Empecé a preguntarle por extrañas disminuciones del dinero en la cuenta común.
Le pedí explicaciones por la marca de carmín en el cuello.  Siempre recordaré ese carmín. En una zona demasiado personal como para que fuese un saludo y de un color demasiado rojo, demasiado artificial.
Él siempre me respondía con evasivas y huía a su escritorio, a encerrarse en sus archivos y olvidarse de que tenía a una mujer ávida de respuestas.
Y un día… un día sucedió.
Empezó todo.
No recuerdo muy bien como fue. Creo que había tenido un mal día en el trabajo. Que su jefe le había gritado y le había llamado inútil. Creo que estaba bastante alterado al llegar a casa.
Me dio algo de miedo verle así. Estaba demasiado estresado y hacia noches que no dormía.
Se fue directamente a su escritorio.
Mientras, yo saqué los platos para poner la mesa.
Lo recuerdo todo como a cámara lenta.
Mis dedos se resbalaron y los platos cayeron al suelo. Error fatal. Todos se rompieron haciendo un ruido terrible.
Me agaché para recoger los cristales, sin saber muy bien por donde empezar, debido al destrozo.
Él salió de su despacho a toda prisa, con la cara roja de rabia y pegando gritos a diestro y siniestro. Me vio en el suelo recogiendo los trozos. Soltó una palabrota y antes de que tuviese tiempo de reaccionar, su mano golpeó mi mejilla con tal fuerza que me resbalé y me caí encima de los trozos de cristal.
La rabia se tornó al segundo en preocupación. No quería hacerme tanto daño.
Mi sangre empezó a salir lentamente de los cortes. Dolía a horrores. Cada centímetro de mi piel estaba cubierta por minúsculos cristales. No podía levantarme sin clavármelos aún más. Solté un grito lastimoso y mire con temor a mi marido. ¿Qué acababa de hacer? ¿Por qué dolía tanto? ¿Por qué no me ayudaba?
Me retorcía del dolor.
Levanté mi cuerpo con cuidado, mientras el seguía quieto, de piedra, intentando asimilar lo sucedido.
Durante lo que a mi me parecieron horas, se quedó así. Sin mover un ápice aun viendo mi rostro marcado por el dolor, la sangre recorriendo por mis brazos y piernas y las lágrimas a punto de aflorar.
Me dirigí lo mejor que pude al baño.
Y entonces él despertó de su letargo. Me ayudó a llegar al baño. Me ayudó a limpiar mis heridas.
Todo en silencio. Hasta que acabe de vendar la última herida.
Entonces habló. Me pidió perdón un millón de veces. Empezó a sollozar. Me besó tiernamente. Me dijo que me quería y que lo sentía mucho.
Yo acepte sus disculpas. Me creí que había sido solo un error. Pero seguía manteniendo distancias con él, intentando poner en orden mis sentimientos e ignorando el fuerte dolor de los cortes.
El insistía en que había sido un error. Pero no se me olvidaba la dura mirada que me había echado al golpearme.
Le creí, pero seguí teniéndole miedo en el fondo.
Temblaba por el miedo de que todos esos días perfectos tuvieran su fin.
Y aunque no quería admitirlo, temblaba porque sabía que era la primera vez de una larga serie de abusos.
Y él no me hizo pensar lo contrario.
La segunda vez… creo que fue unos meses después.
Recuerdo perfectamente que era porque me negué a acompañarle a una especie de boda, o... quizás fue porque no quería tener sexo con el aquella noche.
Me volvió a golpear.
Una y otra vez.
No se cuantas veces me pegó. Tampoco recuerdo porque.
Pero si recuerdo como poco a poco me fui encerrando en mi misma. Buscando consuelo en mi perdida mente. Y, también poco a poco, deje de encontrar ese consuelo.
Acabé creyéndome todo lo que me dijo. Acabé por pensar que me lo merecía.
Las heridas duelen, pero duelen más cuando te las hace alguien a quien quieres y cuando sabes que no te queda otra que soportarlo...
Vivía entre la oscuridad, con una espesa niebla que me impedía ver el sol por el día y las estrellas por la noche, ni tan siquiera un cacho del cielo.
Olvidé lo que era la belleza de una sonrisa, la musicalidad de una risa y el calor de un abrazo. Olvidé todo aquello bueno que alguna vez tuve. Dejé de añorar los momentos buenos. Dolía demasiado hacerlo.
Todas las noches tenía pesadillas. Pesadillas que me hacían gritar. Gritos que me hacían recibir golpes. Golpes que me hacían llorar.
Pasaba los días temblorosa intentando esconder los moratones con espesas capas de maquillaje.
Intentaba seguir con mi rutina a pesar de que no conseguía concentrarme en nada.
Intentaba gritarle al cielo mi situación, esperaba una salida. Nunca llegó. Aún la sigo esperando.
Todo ha seguido así desde entonces. Nada ha cambiado, excepto la fuerza con la que me golpea.  Todo sigue igual.

Las lágrimas resbalaban por mi rostro. Era duro recordarlo todo otra vez. Doloroso como abrir una herida en proceso de cicatrizar. Haciendo que sangre más. Intentando limpiarla inútilmente, pero sin conseguirlo. Porque careces de medios.
Doloroso como recordar la muerte de alguien cercano o como descubrir un engaño.
Él no me ha dejado. Pero es peor que sin lo hubiera hecho. Duele más.
Soplo entre mis manos para entrar en calor y contemplo a mí alrededor. Las sábanas removidas, el jarrón en el suelo, el agua sucia esparciéndose lenta y silenciosamente por el suelo, las flores pisoteadas y marchitas, la sangre mezclándose con el agua, la puerta entreabierta, los muebles destrozados, las cortinas arrancadas de cuajo…
Todo dejaba a ver lo que acababa de suceder. Todo dejaba ver el arrebato furioso que el acababa de tener.
Abracé aún más fuerte mi cuerpo. Sus gritos furiosos resonaban en mi cabeza todavía. Cada golpe, me dolía.
Dejé de sollozar para intentar oírle.
La puerta de la cocina se abrió de golpe.
Uno de los armaritos rechinó.
Él cogió algo.
Cerré con fuerza los ojos. Ignoré lo que me gritó mi instinto. No iba a huir, no tenía porque. Él no era capaz. No podía ser.
Cerré los puños mientras escuchaba sus pasos resonando con fuerza en mi cabeza. Venía hacia la habitación.
Derramé las últimas lágrimas antes de secarme el rostro.
Intenté controlar el temblor de mi cuerpo.
No iba a pasar nada, a lo mejor iba a pedirme perdón. A lo mejor se  arrepentía realmente.
Un destello de esperanza cruzó mi mirada.
Le sigo amando a pesar de todo.
No intentéis que cambie de opinión.
Y si hace algo, ¿qué? Me lo merezco
¿O no?

En memoria a todas las personas que han pasado por lo mismo y animando a los que viven en situaciones parecidas a salir de ellas. Tú vales mucho más que eso. No te lo mereces. Córtalo de raíz. Hazlo mientras puedas. Seas hombre o mujer. Si te pegan, denúnciales.
NO AL MALTRATO.

6 nov 2012

Sueños

Corre. Corre. Cada vez más rápido. Cada vez con más ganas. Cada vez más ligera. Corre. Huye de todo. Huye de este mundo estúpido. Huye de aquello que te mantiene presa. Deja esas lágrimas y esos enfados atrás. Nota tus pies sobre el suelo. El ruido que hacen.  La velocidad con la que recorren el duro suelo, rozándolo apenas. Sigue corriendo. Deja de sentir nada. Deja de oír nada, ni siquiera tus propios pensamientos. Corre. Y en el momento en el que desconectes de todo, en el momento en el que no sientas ese odio, en el que no sientas esa furia o ese dolor o esa alegría, simplemente, en el momento en el que tu corazón lata apresurado y amenace con explotar, en el que si alguien te llamase por tu nombre, no entenderías el significado de esas palabras, justo cuando llegues a esa cumbre, salta. Y vuela. Vuela y surca ríos, mares infinitos, montañas enormes, poblados pobres o ricos, campos repletos de trigo o cualquier otro paisaje. Disfruta del viento en tu cara, revolucionando tus cabellos y haciéndote sentirte más ligera, más pequeña ante la inmensidad del cielo. Cierra los ojos y siéntete libre. Libre de hacer lo que te plazca. Libre y a merced de tus sueños.